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El caldo en el fondo oscuro del cuenco

es un mar de tentáculos profundos

que agarra violentamente mis dedos,

hasta encontrarse con los ojos en el agua

—ahora turbia—.

Hay algo de mágico en lo negro

en la oscura presencia del espejo

que atrae como encanto en lo sagrado,

un placer semejante al que posiblemente 

puede traer el suicidio,

en Safo o en Narciso,

o en las pantallas iluminadas en la noche,

o los letreros de neón en las vitrinas.


Hay en el reflejo algo incierto, 

una transparencia voluminosa

como encantamiento de hojas feroces

desprendiéndose del manzano para acabar en mi cabeza

deshaciendo los nudos de mi pelo ensortijado.


Mirar dentro del cuenco,

encontrar en el caldo una entrada,

una salida, un pretexto,

una otra que me mira inquisidora,

cantando melodías y presagios.