“They notice what we’ve long since learned to ignore.

The child sees everything in a state of newness; he is always drunk.” 

—John Berger.



Al verte imagino las sutilezas de tus inexpertas caricias, los arañazos mudos de tu pelo erizado, tu vientre como un desierto invertido por el que se guarda toda el agua del mundo. Mirándote, pareces la promesa de un oasis. Si te comiera, se mezclara en mi paladar la sangre y la tierra como en aquellos pasos revolucionarios. De pronto estallan en mí pancartas y ya estoy yéndome lejos. “1965, lugar desconocido”. Las letras a mano son ilegibles. El soldado de la foto pudiera ser cualquiera. Imagino a mi abuelo tomando su fusil y disparando por descuido con el tacto de tu cuerpo. Tremendo lío que se arma. 


Vuelvo en mí como un yunque desde el cielo y me encuentro con el contraste de tus colores. Amarillo mostaza #856D21 y verde cactus #414B21. Tienes una extraña perfección matemática que da vértigo. Al verte desde arriba, te pareces el ojo que el diablo le sacó a su hijo. Pareces una nave espacial futurista con miles de recámaras o una colonia vegetal microscópica, o el nido revuelto de un reptil monstruoso que ha de regresar en cualquier momento. Que no nos atrape. También pareces como un sapo inflado primo de San Sebastián, o un globo aerostático con miles de listones amarrados. Te veo detenido frente al masetero gris en mi escritorio y no hago más que dibujarte unos ojos recortados y reír soñando con tu falsa compañía para reducir mi soledad a cenizas. No tienes olor. Estás escondiéndote, intentando regresar a la tierra: que te cubra hasta el último pelo y que nadie recuerde siquiera que exististe. Insistes, pese a tu tendencia a crecer, en enraizarte cada segundo en busca de la pureza primigenia. Eres una partitura extraña en los acordes biológicos. 


Me pregunto, qué estaría pasando en el momento de tu creación, a quién se le habrá ocurrido armarte con tantos puñales, de quién o de quiénes debes de defenderte con ahínco tempestuoso. Si te escribiera una carta, ¿cómo la leerías? Tendrías que tomar prestada unas manos o solicitarle a algún vecino que te traduzca mis palabras inquietas. Siento que pasas desapercibido si estás entre los tuyos, pero resaltas dentro de un paisaje de flores. Tu forma es la de un glande ponzoñoso, una premonición violenta, un agorero rasguño de retorcidos dolores. Pareces más violento y distante de lo que realmente eres. Tus armas son tan flexibles que se doblan con mis dedos. Recorro eróticamente tus cabellos buscando la cola para domesticarte. En algo nos parecemos: dejamos un camino de espinas en nuestra piel como un aviso de peligro mientras el mundo se cae a pedazos por la globalización, por los pixeles derretidos en la memoria que nunca verán la luz de otra pantalla. ¿Cómo es posible que seas tan distinto de tus coetáneos y respondas al mismo tiempo a esa atmósfera de uniformidad? Pareces como una estrella de rock desaliñada mientras los demás están en perfecta armonía; aun así mantienes cierto aire glamuroso. En contraste con los otros dos, parece como si estuvieras imponiendo tu estampa sin quererlo, simplemente por cómo se ha configurado en ti la sagrada geometría, la terrible imperfección de tu corteza, la espiral fantástica de tus atavíos. Si fueses un poema, tuviera que cortarte en hazaña sangrienta, tu clorofila rodando en el escritorio, (toda una escena del crimen), y tus tripas como sábila en reposo. ¿Hasta en la muerte estarías tan calmo, inmóvil, como si el agorero destino de tu aura vegetal no fuera más que un trazo para ser borrado? No te entiendo bien, pero describiéndote, encuentro un reflejo incómodamente cercano que nos une como hermanos siameses.


—Claudio Troisemme. Septiembre, 2021.