“Creemos ser país y la verdad es que somos apenas paisaje”, Nicanor Parra.

Tengo una sensación de vacío, de abandono, de tragedia. Una especie de sin sabor que permea las cotidianas presencias y me hace hablar con la bilis en la lengua. Hay una sensación de estar constantemente errando en un abismo de voces que intentan recordarte el propio rostro como si no fueses capaz de encontrar por ti mismo el espejo, de gente que te dice cada vez que puede que no perteneces aquí, que no eres parte del paisaje, que estás más gordo, más flaco, más viejo, y así te desdibujas sutilmente como un pincelazo de agua en el cemento: incluso tiene uno que enfrentarse a la imagen constante que golpea desde el otro lado de la pantalla de un celular, la imagen del cuerpo y su culto interminable, la constante necesidad narcisista de decir que somos, que expresamos, que hacemos. No basta con ser, hay que gritar y promocionar a los cuatro vientos nuestra inteligencia, nuestra creatividad, nuestra belleza. En este mundo de hiper-consumo, también somos productos de nosotros mismos: estamos constantemente vendiendo nuestras proyecciones moldeadas al antojo de las masas rumiantes, esas que te olvidan porque eres mero entretenimiento. No basta con encontrar suficiente el principio de la reciprocidad.

Tengo esa sensación enfermiza de cultivar en terrenos baldíos, de escarbar hacia un núcleo de magma para encontrar apenas un vertedero subterráneo. Se intenta hacer algo, dar algo, provocar algo. Se intenta compartir ideas, intercambiar saberes, producir conocimiento. ¿Es que no aprenderé nunca? El resultado siempre es el mismo: a poca gente le importa. Hay una devastación que hace del ser un arenal, un desmoronarse en la orilla de la playa intentando perdurar a toda costa. ¡Cuánto vacío, futilidad, necesidad de llamar la atención! ¡Cuántas metáforas nos lanza la posmodernidad! Las señales están ahí: en la foto de esos labios carnosos, ese pelo, ese cuerpazo por el que babeamos en instagram soñado con sus quemados contornos en nuestra retina. En todo caso quien está terriblemente mal soy yo, fuera de foco y desequilibrado frente a tanta miseria.

Es fácil entender a las personas que se cansan y se apagan como velitas de cumpleaños. Este escenario cultural dominicano es un espectáculo que deprime. El valor lo tiene quien se muere, por lo que deberíamos aspirar todos a morirnos para que se nos mire con algún dejo de respeto, aunque sea un respeto snob para montarse en las tendencias fugaces de la banalidad criolla. A veces me llega esa imagen terrible del poema de Bukowski en la que se dice “And there will be the most beautiful silence never heard”. El silencio es la promesa de que nos espera. ¿Qué queda de nuestrxs más grandes autorxs? Nada. No queda nada. Nadie los lee a menos que mueran o que sean reconocidos con algún premio, aunque sea en la asociación de alcohólicos anónimos de Bangladesh. Esa obsesión por legitimar el valor de las cosas por el contagio.

–Claudio, recuerda, eres tú quién está mal. Eres tú quien desencaja en esa masturbación colectiva de likes como pequeñas gratificaciones que intentan llenar los recovecos de nuestra vida absurda. Que no se te olvide.

Todos estamos en ese frágil espectro de la luz que se filtra por los pixeles creyendo que del otro lado, en la otra orilla de los rectángulos, habrá un brazo que tome el nuestro sacándonos de la raíz que se ha formado en el sillón por el sedentarismo, encendiendo en la mirada el deseo, el desenfreno, las vidas imaginarias a las que nunca se tendrá acceso, al lujo, pero sobre todo al cuerpo.

En mi sueño estoy muy lejos de aquí. Estoy en un país que cada vez me desconoce, un perpetuo intentar encontrar un prójimo, un posible diálogo, un intercambio, pero qué va. Siempre termino dialogando conmigo mismo a falta de “un otro”. No hay otro, estamos constantemente en el vacío “yo”. Yo multiplicado por mil. Un caleidoscópico yo que multiplica sus brazos volviéndose una deidad hindú: un yo que anhela un reconocimiento que le justifique. Todos estamos en ese yo absurdo y mediocre en el que no queremos pensar. ¡Somos tan básicos!

Encuentro siempre el mismo paisaje desolador del espíritu que me recuerda que estoy aquí, en esto que es Santo Domingo, en estas cuatro paredes de mar que me traga a las profundidades. Esta sensación de lo insular, de estar constantemente invirtiendo el tiempo en construir castillos en el aire con obstinación nerviosa, creyendo que algo se hace para justificar el tedio, la depresión, los sueños, la falta de sustancia. Creo que a veces es mejor no hacer nada y me culpo por creer que “debo hacer” algo, como si se me esperara. Hay alguna terrible imbecilidad que me conduce a creer que es posible encontrar semejantes en el mundo de las ideas: un posible encuentro o desencuentro, algún grito ensordecedor que transfigure. Aún no llega. ¿Llegará? Esta es una sociedad que se vende a los estímulos y yo, como siempre, no escapo de ello: estoy al llamado de la notificación perpetua siempre llega a recordar que alguien está gratificándome con una descarga fugaz de dopamina.