La Dominicanidad es una Ficción
30 noviembre 2025Recientemente, leí un artículo de mi amiga Thelma Vanahí titulado «Lo vulgar y lo fino», publicado en su Substack, y me pasa que casi siempre congenio y dialogo con sus ideas. En el texto, Thelma —a quien aprovecho para enviarle un abrazo—, aborda muchas cosas, destacando de ellas cómo la clasificación de lo «chopo» vs. lo «popi» se vuelve mecanismo de marcación de inferioridad o superioridad social. Thelma suele movilizar teóricamente sus conocimientos como lecturas de la vida, encontrando afinidades y continuando las reflexiones de autores como Bourdieu y Butler. Me gusta mucho leer a Thelma, porque creo que es una de las voces más frescas con las que me he topado. Como nota al margen, agradezco estas pausas necesarias a las que me obliga cuando recibo —vía correo—, alguna reflexión suya y dialogo con ella. Ojalá que valga la cuña y se animen ustedes a leerla y que ella se anime a bajar a Santo Domingo a darnos un café. Me gustaría contarle que también Miguel D. Mena ha abordado el concepto de la chopería y del orgullo en no recuerdo cuáles textos, y que posiblemente tenga un montón de diferencias que sería enriquecedor tratar alguna vez.
Volviendo a la cuestión, en ese artículo que publicó, hubo una frase que llamó mi atención: «¿Quién decide qué entra en el archivo de la dominicanidad y qué se queda en los márgenes?». Aunque no creo que «se decida» propiamente dicho, ya que lo simbólico es un estado en constante tensión, resalto dos palabras clave, archivo y dominicanidad: Una como dispositivo del poder, donde se intenta preservar la memoria —siempre excluyente—, y la otra, un espacio simbólico en disputa difícil de definir. Al margen de la idea del poder, de quién decide, qué se es, qué se guarda y qué importa, me interesa mucho eso que se entiende como «lo dominicano».
¿Qué es realmente lo dominicano? ¿Cómo se ve y se legitima? ¿Es acaso lo dominicano, un himno, una bandera, una canción de Fernandito Villalona o del Terror Días? ¿Es lo dominicano, un bailador de bachata, un cadenón, una pistola en la cintura, un juego de dominó, una mujer en rolos en un mural de Angurria o el diastema poderoso de Andy de la Cruz (La Fruta)? ¿Es lo dominicano aquello que se relaciona con los valores de figuras como Freddy Beras Goico, Maríasela o Danilo Ginebra? ¿Son Tokischa y Alofoke menos dominicanos que Abinader o viceversa? ¿Existe algún punto medio, o la dominicanidad demanda polaridades, tensiones no resueltas, definiciones fijas? ¿Soy yo más o menos dominicano dependiendo de los decibeles con los que manejo una discusión? Nuestra selección identitaria es arbitraria, pero se deja influir. Definir lo dominicano es un acto plenamente político. Pareciera que cada uno de estos nombres pudiera volverse una sinécdoque en la búsqueda de la representación.
—Aquí me distraigo un poco y conecto también con las reflexiones del Dr. Antonio Zaglul y su análisis clínico de la psicología del dominicano en su libro «Apuntes», publicado en Ediciones Cielonaranja (que valga también la cuña).
—Recuerdo que cuando pequeño, odiaba a la gente que hablaba alto. Esto estaba marcado porque mi papá hablaba así, interrumpiendo, imponiéndose, superponiéndose al otro. Una manera muy «dominicana» de establecer autoridad. Hablar algo me sigue molestando porque lo relaciono a que identifico que casi no se dialoga, sino que se imponen puntos de vista. Sin embargo, ¿podría decirse que hablar alto es ser dominicano? ¿Realmente se pudiera trazar la dominicanidad a partir de estos comportamientos, así como hace el Dr. Zaglul? La idea de dominicanidad tiende a la generalización, ocultando que nuestras historias personales están atravesadas por poder, pero que no necesariamente son esencias culturales fijas.
De vuelta en el riel, no creo que existe eso que llamamos «dominicanidad», así como tampoco creo que existe «lo caribeño»: son conceptos movedizos que se perpetúan en el imaginario colectivo por ósmosis, por añadidura, por su aparente representación visual y en el peor de los casos, por su asociación a ciertas promesas de legitimación. También se reafirma a partir de las figuras que ejercen su autoridad simbólica o influencia y quieren reclamar su derecho a decir lo que es y no es.
«Lo dominicano» se presenta como una promesa incumplida. Lo aparente de la dominicanidad siempre es aquello que nos llega de pronto, como un primer boceto de un «yo» colectivo y compartido, condicionado por la otredad y que se vuelve un mito fundacional: uno que seguimos desmenuzando desde lo teórico, pero que también repetimos ciertos supuestos en nuestros análisis —ya que de algo nos tenemos que agarrar para poder iniciar una reflexión sobre lo dominicano—.
Me resulta imposible definir la dominicanidad sin caer en la pretensión de establecer sus límites inexistentes. Nos asumimos como sujetos por semejanza o por contraste en nuestros procesos de subjetivación, y en esa intermediación de lo que es y debe ser uno, de los valores con los que nos representamos, es que pasan las cosas más interesantes. Podemos ver lo dominicano como «campo en disputa», como materia de tensión de clase, pero también como metáfora, como la promesa de lo que, en teoría, se pretende que seamos. Lo normativo también sube desde la «chopería», no solamente baja desde la «popería». Ambas visiones están en permanente contraste, así como si fuesen identidades binarias. Sin embargo, en esas opacidades que se solapan como un palimpsesto del que podemos aún leer lo que se esconde, es que, en mi opinión, está lo más rico a discutir: esas superposiciones contradictorias que nos ponen en tensión. No se trata solo de abandonar el gesto de despreciar lo popular, sino de reconocer que toda identidad colectiva opera mediante exclusiones. La pregunta es qué tipo de exclusiones estamos dispuestos a sostener y cuáles a desarticular, posturas que nos desnudarían como sujetos.
La dominicanidad opera como una ficción necesaria que nos sitúa: sirve, en mayor medida, para asumirnos, contrastarnos y validarnos, afirmando esa idea que creemos de nosotros mismos y queremos que otros piensen de nosotros. Aquí valdría mencionar que todo es texto, como diría Derridá. No es de extrañar que fuera del país, cuándo se nos pregunta sobre República Dominicana, busquemos esa mirada estereotípica y exótica para sorprender al de afuera.
—Sí señor, soy de la tierra del Big Papi.
—No señor, Punta Cana no es el nombre del país.
—Sí señor, soy de la tierra de Juan Luis guerra.
—No señor, República Dominicana no está en Suramérica.
—Sí señor, estamos al lado de Puerto Rico.
—No señor, también hay gente blanca en el país.
La dominicanidad se convierte en una violencia simbólica que sirve, como podría sugerir Thelma, para la exclusión. La noción de dominicanidad opera como un texto que nos leemos a nosotros mismos todas las mañanas desde la utilidad performativa: lo dominicano es a partir de lo que resulta útil que sea lo dominicano, ya sea por nuestra propia voluntad de ser, o por las condicionantes y poderes que se ejercen en la esfera de lo público. Lo dominicano, así como la identidad, no preexiste a su invocación, sino que se constituye y afirma a partir del relato. La pregunta es, ¿qué crees tú que es lo dominicano y en qué deviene eso? ¿Es posible pensar colectivamente sin ficciones identitarias excluyentes, o toda comunidad imaginada requiere delimitaciones esenciales?
Referencias
Vanahí, Thelma. (2025). Lo vulgar y lo fino. thelmavab.substack.com. Recuperado el 30 de noviembre de 2025, de https://thelmavab.substack.com/p/lo-vulgar-y-lo-fino?r=1re9ny&utm_campaign=post&utm_medium=web&triedRedirect=true
Ginebra, Danilo. (2025, 29 de noviembre). A propósito de Alofoke: Seminarios para el síntoma, silencio para la enfermedad. Acento. https://acento.com.do/cultura/a-proposito-de-alofoke-seminarios-para-el-sintoma-silencio-para-la-enfermedad-9584759.html

