A Tony.


No es lo mismo imaginar flores de muerte
y hacer un poema que las retrate bellamente
-decorando con objetos antiguos sus geometrías-,
que verlas alrededor de la inmovilidad del cuerpo
sobre el agua de la manguera que no cesa,
bañando los contornos, los brazos y piernas:
haciendo del suelo un espejo
por donde se filtran cada uno de los sonidos del segundero
como un cuchillo que ha roto el futuro.
Esas flores del jardín,
ahora son cuna de animalitos exóticos que sólo dan señales de vida
cuando alguien se esfuma
–¡qué ironía!–
y uno se pregunta qué extraño es eso,
cómo puede ser posible que pasen estas cosas,
pero pasan sutilmente
-a todos nos pasa-
y de pronto, no tienes ganas de ver más allá
del rectángulo que forma la arquitectura
cuando se juntan los muros y las columnas.
Apenas viste un pedazo de su cuerpo
y tienes miedo de la totalidad:
esa imagen es un recordatorio
de que este es el único instante que existe en nosotros,
este segundo que pasa y al momento,
un rostro deja de ser rostro,
ha quedado eternizado en el pasado:
un aleteo terrible que nos sorprende
y no sabemos qué voló
y ya ni importa.