Oscar, ¿será verdad que si miramos directo
a los ojos del Dragón nos iluminamos?
¿Que si le vemos sin pestañear,
entramos en una dimensión
donde el nácar se derrama en las paredes
y llueven bolitas de cerdo agridulce?
Cada vez que me encamino al barrio chino
me siento más espiritual,
me siento como si hubiese sido elegido
misteriosamente
para pertenecer a “La Secta de las Hojas de Batata”,
y que el único requisito para entrar
es haber pasado por un cajero
para llevar el dinero en efectivo,
no vaya a ser que el cocinero nos de un izquierdazo
igual que con la camarera.

Abrieron Delicia Campestre
y desde entonces
hemos vuelto a ser felices.
Jaime se ha vuelto una estatua.
Miguel está atento a que José encamine el té
y traiga las lonjas de salvación,
ejércitos de largas municiones de carne
que harán de nuestro cuerpo un festín.
Frank no aparece porque tiene la certeza
de que la comida sabe mejor al medio día.
Yo me mantengo siempre firme,
con mi espíritu de tibetano falsificado
que hace mandalas en el aire con los dedos
para llamar a la camarera,
señales del humo de mis oraciones.

Delicia, te intentaron joder, pero no, no hay plagas que puedan contigo.
No hay plagas que puedan con el imperio, con el gran imperio chino.
Que se jodan los de Pro-Consumidor.

Abrieron Delicia Campestre y desde entonces
hemos vuelto a ser felices.
Hemos vuelto a soñar
con toneladas de salsa de soya llenando la ciudad,
ahogando a cobradores y choferes,
ensuciando las camisas bien planchadas de los senadores.
Repito, hemos vuelto a ser felices,
a sonreír expresamente,
así como con malicia,
porque nuestros niños interiores
son diablillos que en su vida pasada hablaban mandarín.


Fotografía hecha por Miguel D. Mena