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Te recuerdo en las pequeñas cosas como grietas, comisuras irregulares que dibujan patrones de silencio. Faltan cuatro días para el 10 de octubre y he releído esos dos últimos escritos que te hice: el de cuando partiste y el que le escribí a tu letra capital. He vuelto a llorar, ahora sin muchas palabras, dejando que caigan las gotas como yunques mientras la niña duerme. Cada vez que paso al lado de tu fotografía te saludo o te digo cualquier cosa. Te pregunto cosas, te pido consejo, te cuento chistes y a veces, no te digo nada, simplemente sonrío. Imagino conversaciones contigo en la que me echas algún boche o celebras alguno de mis chistes malos, o me cuentas algún chisme del barrio o le das tijera a algún vecino. Entonces, recobro la compostura tragando en seco porque parece que estás ahí, que nunca te fuiste, y me da miedo cómo envejezco poco a poco y todas las fotos quedan intactas. Quizá hace 50 años, la degradación natural del papel fotográfico hacía evidente el paso del tiempo, pero ahora, con todo lo digital, la resolución de la imagen y su tamaño, hace que pareciera que todo es un constante presente. Me da un poco de miedo, porque solamente noto que pasa el tiempo cuando empiezan a dolerme las coyunturas y la grasa en el abdomen se ensancha. Tu foto sigue igual de nítida. 

Lo bueno de querer genuinamente es que uno siempre se queda algo del otro. Hay expresiones tan tuyas que pasaron de ser préstamos a incorporarse en mi imaginario. Me descubro hablando tu idioma. Te agradezco infinitamente el haber estampado tu nombre con la ternura agridulce que te caracterizó, con esa potencia de miles de voltios y una expresión risueña que hacía contraste con tu voz decidida. Cada vez que pienso en ti me lleno de nostalgia y sueño despierto imaginando cómo hubiese sido que Matilda te hubiera conocido. A veces, me habla con sus cuatro añitos y finaliza una frase con: ¿ok?, así como confirmando que le sigo el rastro, que su hilo podrá guiarme en el laberinto. En ese preciso instante sé que estás ahí, en su expresión contundente, en su mirada dulce, en su seguridad. 

Todas las mujeres de mi familia son fuertes. Tú tuviste que echar adelante ayudando a todo el vivo sin esperar ninguna retribución. No sé cómo podías ser tan desprendida. A mí me cuesta bastante dar lo que sea, pero para ti siempre fue fácil. Ha pasado más gente por tu casa que por una ONG. Siempre tenías algo que ofrecer, aunque no tuvieras mucho. Pero lo más grande siempre lo regalabas, tu cariño. Sabías exactamente que nadie es perfecto y nos aceptabas a todos como somos. Nunca te escuché juzgarnos, incluso aunque no estuvieses de acuerdo. No se me olvida que sabías perfectamente que hay diferentes tipos de afecto, y que hay gente que es mejor querer de lejos. En ti descubrí que la vida cotidiana esconde más de lo que creemos y que vale la pena vivir incluso con lo mínimo. Te confieso que me cuesta volver a San Carlos y tener claro que tu mecedora estará llena de polvo y que tendremos que enfrentarnos a las estrategias de Papi de convertir la primera planta en un local comercial. O una cisterna. 

—Claudio Mena. 06.10.2024

Fotografías de Jaime Guerra