Hay palabras que te rompen, desorganizando tu composición vital para que luego te armes por tu cuenta. Así también hay frases, párrafos, discursos, libros. Y hay gente, principalmente gente. De una palabra como imagen, un nombre (o muchos), pero siempre hay un nombre que te puebla como multitud en las afueras de un concierto. Hay nombres como fogatas que inundan tus manos. Te estremeces porque sabes que se están yendo, se elevan oscureciéndose en los confines de la imaginación como Quijotes, que estás perdiendo poco a poco como prácticamente todo. Sabes muy bien que el tiempo se te escapa de los dedos como gotas en el estanque y tus ojos se derrumban al fondo de la taza. Mirar de frente es un acto de valentía cuando estamos a punto de llorar. Un frío cálido que no identificas bien hasta que te hacen falta abrigos o abrazos.


A veces, la muerte no es el gran problema: lo es la noción de lo irreversible, del cambio definitivo, la ausencia. Y antes de la muerte, cuando no hay razones aparentes como alguna enfermedad, te es posible intuir que hay gente que va apagando su espíritu mientras los edificios se vuelven líneas de luz por la velocidad del auto, retratando no solo lo efímero sino también lo duradero, lo que permanece. ¿Qué nos queda? Ese nombre que atesoras como un mantra cada vez es más lejano, que perdiste hace tiempo, pero que ahora reconoces dolorosamente, te llega de golpe en la forma de despertar, de playlist, de recuerdo. Ahora te pones de imbécil a intentar juntar aquellos momentos trascendentales de tu historia, buscando excusas para desnudar tu humanidad, sin aplausos, sin público, sin convencimientos de ningún tipo, pero con unas ganas terribles de encontrar alguno semejante a través de las palabras, alguna horizontalidad en la emoción intuitiva de lo inexplicable. No hay nada más difícil que la sinceridad.


Cuando el otro ser querido se nos empieza a esfumar, así nos esfumamos también nosotros a contrarreloj: en ese sentido, los espejos son la premonición de la transparencia, de la maldad que nunca has querido reconocer y que ahora se te entrega por medio de voces, de insomnio, de dibujos regados por la casa, de proyectos inconclusos. Tienes clarísimo que los abismos también existen y que el querer a alguien también es un acto de violencia contra uno mismo, es entregar un cuchillo y rezar para que no se nos apuñale el alma. También hay alegrías como magnolias que nacen de la nada y de intentar organizar las gavetas, te rebuscan lo bueno y te elevan con cantilenas alegres, a ti que siempre has sido alérgico con la dulzura.


Al final de todo, vivir no es un acto de banalidad, pero tampoco tiene sentido, que nadie nos engañe. No es un arpegio de guitarra o un silencio en el miedo, una mirada en el vacío o un susto frente a los gatos. La vida debe ser algo más que un lápiz o un lienzo, unos labios, una cama en llamas y un juego de niños en el parque. La vida debe ser eso de reconocer constantemente que todo es irreversible, que todo cambia, para bien o mal, y que nuestro nombre y el suyo también son palabras frágiles que nos arman. Su nombre es una taza, una computadora, una fotografía, una marejada de libros referenciales, de fiestas en el parque, viajes al barrio chino, películas y conversaciones. Pero también su nombre es arena, es cemento, es un avión atravesando el Atlántico cada cierto tiempo para volver cargado de tristeza con la esperanza de que nuestros pedazos no sean tan pequeños como para perderse en el lavamanos. Después de todo, mientras funcionen los pulmones, el aire sigue siendo una promesa.


—Claudio Mena. 31.05.2023
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